El proceso de aprender a amar en la distancia.

Pau Bouchot
8 min readApr 2, 2020

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La pandemia ha logrado afectar, entre muchas otras cosas, mi ciclo de sueño. Si lo pongo en términos muy dramáticos, me duermo casi a la hora que empieza la mañanera de Andrés Manuel y despierto unas cuantas horas antes de que empiece la vespertina con López-Gatell. Sin embargo, este miércoles me prometí hacer esfuerzos conscientes de mejorar la situación. Me trasladé de la sala a mi cuarto a las 11:50 pm, mucho antes de lo que había hecho en toda la semana, leí unas cuantas páginas de mi libro y, como es costumbre, mandé un mensaje al grupo de “mamá y hermanos” para avisar que ya estaba por descansar. Rápidamente, mi hermano el más grande, Jorge, contestó, me deseó buenas noches y, en una línea, me contó lo que haría el resto de su tarde de jueves… Sí, mientras yo iba acabando mi miércoles, él estaba cerca de empezar su noche de jueves en Vanuatu, un archipiélago en Oceanía que, debido a los husos horarios, vive casi un día adelantado en el futuro. Y, entonces, a partir de este momento, después de leer a mi hermano, mi intento de dormir más temprano fracasó. Me puse a pensar y, de repente, me surgió una duda muy genuina: ¿cómo es posible que las dos personas que más amo en el mundo — mis hermanos — sean también aquellas a las que más lejos tengo y con las que menos he compartido presencia en toda mi vida?

Quienes me conocen saben que mis hermanos — con todo y que son hombres — son lo que más valoro en el mundo, son mis seres humanos favoritos, mi apoyo más grande y las vidas que más agradezco, pero es real que a veces no alcanzo a entender de dónde sale tanto amor si nuestra convivencia ha sido “limitada” desde hace muchos años.

En el 2019, mi psicóloga (una mujer maravillosa, por cierto) me dejó la tarea de pedirle a las personas que más quiero una carta en la que describieran por qué yo soy especial en sus vidas y, en su texto, Jorge logró describir muy bien nuestra situación en un párrafo que decía:

Es raro pensar cómo siendo hermanos vivimos momentos tan distintos al interior de una misma familia. La diferencia de edades lo explica, por supuesto, porque si te pones a pensarlo coincidimos dentro de nuestro hogar relativamente poco tiempo. Fíjate, de mis 32 años de vida, me tocó esperar 11 años para que llegaras. Después, a los 22 años me fui a vivir a la Ciudad de México y a los 27 a otro país. Lo que yo viví en esa casa antes de que llegaras y lo que tú viviste cuando Robert y yo nos fuimos es, en parte, desconocido el uno para el otro.

Y es que sí, cuando yo tenía 10 años, Roberto, el mediano de los tres, en un acto de valentía fue el primero en irse a estudiar la licenciatura a la CDMX y, un par de años después, Jorge hizo lo mismo para comenzar su maestría en el colegio en el que actualmente yo estudio; entonces, compartir techo con ellos fue algo que sólo le tocó a la Pau de mi primer mitad de vida y está de más decir que, a pesar de mi excelente memoria, no recuerdo mucho de los primeros cinco años. Lo que sí tengo presente son todos los fines de semana que ellos nos visitaron. Llegaban los viernes en la noche, los sábados a veces lo compartían con sus novias y los domingos, aunque cortos, eran los mejores días: mientras mis papás iban a misa, jugábamos Mario Kart con trova o con La Oreja de Van Gogh de fondo y, cuando los más adultos regresaban, almorzábamos cualquier guisado de tortilla remojada en salsa verde (tlacoyos, enchiladas o chilaquiles) mientras el partido del Toluca se transmitía en la televisión. Eso sólo si no había ningún torneo de Grand Slam, porque en ese caso tocaba apoyar a “Su Majestad”. Toda mi admiración a Federer creció gracias a las miles de veces que grité sus puntos acompañada de mis hermanos.

Jorge y Robert no se quedaron para siempre en la CDMX, el primero se fue años más tarde a Inglaterra para su doctorado y el segundo pisó tantos estados de la República le fueron posibles gracias a su trabajo. Después, hace casi dos años, cuando estaba por terminar su doctorado, Jorge nos dió la noticia del trabajo tan bonito en el que lo habían aceptado y, meses después, nos confirmó que lo tomaría y que se iría a Vanuatu, ese país chiquito y lejano del cual me parece tan maravilloso hablar. Aunque pensarlo más lejos durante más años dolía un poco, todos entendíamos que era una gran chance y, además, sabíamos que ya sólo serían unas horas más, pues, para esta altura, ya nos habíamos acostumbrado a las videollamadas y a las diferencias de horario. La sorpresa vino cuando a Roberto le surgió una gran oportunidad en Estados Unidos; unas semanas antes de la despedida sorpresa de Jorge, nos avisó que él también se iría y, entonces, la despedida se volvió doble. Es en este punto de la historia donde tengo que hacer una pausa, porque, si bien a mis 20 años ya estaba acostumbrada a tener a mis hermanos lejos, a Robert nunca lo había tenido en otro país. La idea me aterraba y no podía dejar de pensar ¿cómo voy a sobrevivir en un mundo en el que, para estar con mis hermanos, forzosamente necesito un pasaporte? El drama se me da bien, pero de verdad estaba angustiadísima. Fue la primera vez que genuinamente le temí a la distancia. Estaba acostumbrada a estar en diferentes puntos geográficos, a acompañarlos a aeropuertos y a reservarme historias para cuando los viera, pero, de alguna manera quizá hasta irracional, el pensar que ambos estarían por primera vez en países distintos a mí me hacía llorar con un sentimiento que subía desde el estómago, se atoraba en la garganta y terminaba expresado en un dolor de cabeza terrible (“cruda de llanto”, le llamo yo). Afortunadamente, todo ha marchado viento en popa desde entonces. Y no sólo porque “terminé acostumbrándome”, sino porque realmente ha salido bien y bonito. Me han demostrado y he aprendido una vez más que, sin importar dónde estén, nunca estoy sola. Hablamos diario sobre cualquier cosa: nuestros días, el tenis, el fútbol, nuestras mascotas y, en general, sobre el mundo y sus hechos extraños. Son mi parte favorita de la vida y tan son los mejores hermanos del mundo que, si algo me ocurre, son mi contacto de emergencia. Y es que sé que, a pesar de la distancia, siempre saben qué hacer, y siempre saben cómo solucionar todo: desde un depósito y una demostración de Econometría, hasta mi corazoncito roto.

En casa de nuestra mamá hay tres relojes: uno para cada quien con su respectivo nombre y país de residencia: Jorge-Vanuatu, Robert-Estados Unidos, Pau-México. Y aunque los tik-toks a veces son insoportables, también son el recordatorio más bonito de que los kilómetros y los husos horarios jamás han sido impedimento para el cariño tan profundo que les tengo. Me enseñaron a amar entre carreteras, a esperar ciertas fechas para verlos y, sobre todo, a valorar la presencia de las personas que no están diario. Siempre digo que quizá si me llevo tan increíblemente bien con ellos es porque, desde chiquita, aprendí a pelear menos para hacer valer más el tiempo juntos. Y digo, igual sé que, aunque siguiéramos en el mismo hogar, nos amaríamos y tendríamos una relación bonita porque nuestra mamá y nuestro papá nos enseñaron a hacer todo desde el amor y a cuidarnos más que a cualquier cosa… pero, aún así, creo que hay mucho que agradecerle al proceso de estar separados.

Aprendí a querer en la distancia desde muy pequeña gracias a que mis hermanos se fueron pronto de la casa y a que un tío — mi favorito sin lugar a dudas — cambió de ciudad y dificultó cualquier posibilidad de vernos. Pero el proceso de tener a personas lejos ha continuado desde entonces. A los 13 años, por ejemplo, construí una amistad que, a pesar de los kilómetros existentes entre Guanajuato e Hidalgo, ha acompañado los momentos más especiales de mi vida; a ella, a Lore, le debo una de mis frases favoritas: acortando la distancia. En la secundaria, tocó alejarme de la persona que más me hacía reír: George, quien se fue a Toluca y posteriormente a San Luis Potosí para volverse el médico con la mayor calidad humana que conozco. A los 18 años, dejar Pachuca significó que mi mamá (el ser más bonito) y yo comenzáramos a darnos los buenos días y las buenas noches por mensaje; que mis amistades de toda la vida ya no fueran la compañía más recurrente; que mi novio de ese entonces y yo, juntos, tuviéramos que adaptar nuestra relación a una rutina completamente nueva y desconocida y finalmente que, a la par de mi entrada a la universidad, tuviera que despedirme de uno de mis mejores amigos: Danielo, quien se mudó a Francia y quien, hasta la fecha, me hace sentir que en la dotación de buenas amistades yo fui sumamente afortunada. Ahora, a mis 22, después de haber vivido tres años y medio en la CDMX y, más específicamente en la carretera Picacho-Ajusco #20, uno de mis más grandes retos es aprender a estar físicamente sin las amistades que he formado durante la Universidad. Karen, Omar, Joch, Nachi, Joss, Mike, Sabine, Francisco y mi grupo entero del Colmex se han vuelto mi familia. Desde 2016, tenerles ha significado contar con personas de las que diario puedo aprender, tener un sostén emocional gigantesco y saberme privilegiada por poder construir relaciones tan sinceras, fuertes y amorosas para mi vida diaria. Si de por sí los periodos vacacionales ya eran complicados porque comenzaba a extrañarles desde el día uno, ahora que a todas y todos nos toca estar en un punto geográfico distinto — desde Puebla y CDMX, pasando por Chalco y Pachuca, llegando a Chile y terminando en Europa — todo se siente particularmente pesado. Sin embargo, siempre recuerdo que justo nuestra amistad es tan sólida que este pedacito de tiempo sólo significa apoyarnos y apapacharnos de manera distinta, tenernos en la distancia, pensarnos con el corazón y abrazarnos virtualmente.

No quiero cantar victoria aún porque esto del Covid-19 es más grande que cualquiera de mis planes, pero si todo sale mejor de lo que ha salido en estos meses, el siguiente semestre estaré, ahora sí, en Berlín, viviendo mi intercambio y, entonces, de nuevo tocará aprender sobre la distancia y sus procesos. Tendré que desacostumbrarme a los desayunos con mi mamá y extrañar a una personita que, durante los últimos meses, entre risas, canciones de reggaeton y montones de apoyo, ha significado la compañía más divertida y sincera del momento. Pero está bien porque, a diferencia de cuando supe que mis dos hermanos estarían simultáneamente fuera de México, hoy no le tengo miedo a la distancia.

Casi siempre, fuertes cantidades de kilómetros han estado en medio de mí y de la gente que amo; aprendí a amar así, con horas diferentes, esperando momentos específicos para abrazar fuerte aguantando la respiración, compartiendo sin una presencia física, pero sintiéndome, irónicamente, la mujer mejor acompañada en todo el mundo. La gente que está en mi vida, significa, desde lo individual y lo colectivo, mi decisión consciente de siempre cuidar cada relación que he construido y el firme propósito de que, sin importar el dónde, estaré ahí, con el corazoncito bien puesto.

Faltan sólo treinta minutos para que empiece la mañanera de AMLO y, aunque claramente no cumplí el objetivo de retomar mi ciclo de sueño, creo que vale la pena expresar lo agradecida que me siento con las personas que me rodean, con los kilómetros y con la tecnología por permitirme tanto amor incluso en la distancia. Que viva, como dice Jorge Drexler, la telefonía en todas sus variantes.

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